LO QUE LOS SANTOS VIERON

Hace una semana regresé de un viaje de quince días por los Balcanes. Volví agotada, con muchas imágenes en la retina y la sensación de que debía descansar un tiempo antes de intentar colocar en su sitio cada una de las piezas de ese enorme puzle que es siempre el recuerdo de un viaje. Creo que el cansancio no solo se debió en este caso a las apreturas horarias y kilométricas, inevitables cuando se pretende abarcar un territorio amplio en poco tiempo, sino a las características de los sitios visitados en sí: la mezcla de culturas, la sobredosis de datos históricos, las convulsiones políticas, bélicas y sísmicas de una zona del mundo en la que, cuando el factor humano no se pone a temblar, lo hace la misma tierra. Han pasado ya siete días y me atrevo al fin con las primeras piezas del puzle, las que componen las hermosísimas iglesias y monasterios ortodoxos que visité por doquier, sin medida y con enorme disfrute. No encontraréis quizá una persona menos religiosa y que se deje fascinar más por los espacios sagrados.

No voy a hacer aquí un glosario de las bellezas con que me topé en el interior de los templos visitados en este viaje; sería una lista interminable y este blog no tiene, además, pretensiones de guía turística. Lo que quiero contar en esta entrada es el hilo conductor que unió a mis ojos varios de estos edificios históricos, supervivientes de guerras, incendios y terremotos, atacados por la intolerancia de unos y reconstruidos por la veneración de otros. Los hieráticos santos que pueblan siempre sus muros podrían contarnos cosas increíbles, si entendiéramos su idioma.

Empezaré con la iglesia de San Jorge del monasterio de Topola, en Serbia. Es un edificio moderno que iba a estar originalmente cubierto en su interior por los nombres de los soldados caídos en las Guerras de los Balcanes. Por desgracia, el estallido de la Primera Guerra Mundial hizo que hubiera pocos muros para tantos nombres de muertos, así que el plan inicial se sustituyó por el de decorar la iglesia con mosaicos que reprodujeran pinturas murales de los monasterios de toda Serbia. El resultado es espectacular: la impresionante solemnidad de las imágenes tradicionales, con el colorido deslumbrador de una obra reciente. Es fácil quedarse prendido de los venerables santos de largas barbas, de los ángeles justicieros, de las deliciosas escenas sagradas que rodean y envuelven al visitante. Pero el ojo atento termina por descubrir que tampoco esta iglesia de comienzos del siglo XX se ha librado de la barbarie. Lo testimonian unos desconchados que rodean la imagen del Pantocrátor de la cúpula; podéis localizarlos, aguzando la vista, en la foto que acompaña estas líneas:


Un guía local con un extraordinario dominio del castellano nos explicó la causa del deterioro: ese fue el lugar elegido por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial para instalar sus ametralladoras; la cúpula dominaba los terrenos adyacentes y era un excelente puesto de tiro. Por un instante, imaginé la hermosa nave del templo retumbando bajo las pisadas de centenares de botas militares y el estruendo de los disparos, y no pude evitar estremecerme.

En otras ocasiones, la violencia la suscitaban y la sufrían de forma directa las propias iglesias. En Albania, en la ciudadela de Berati, poblada de un sinnúmero de pequeños y hermosos templos ortodoxos, encontré el siguiente caso. Se trata de la iglesia de San Jorge, hoy recuperada para el turismo y los amantes del arte después de que en tiempos del comunismo fuera convertida en restaurante. San Jorge y sus compañeros de las paredes tendrían sin duda mucho que contarnos sobre los exquisitos platos y los licores con los que se regalaban los gerifaltes del régimen. Las pinturas murales están, todavía, recuperándose de los deterioros padecidos durante el tiempo en que se transformaron en simples ornamentos de comedor. Lo mismo le sucede a los frescos de la preciosa iglesia de Santa Sofía en Ohrid (Macedonia), que fueron escrupulosamente cubiertos de pintura blanca durante la larga ocupación de los otomanos. La imagen que acompaña estas líneas es el exterior de Santa Sofía; en Berati no pude hacer fotos, porque una lluvia inesperada y torrencial me obligó a llevar la cámara a buen recaudo. 


Dejo para el final la historia que más me gusta. La oí contar también en Ohrid, en el monasterio de San Naum, ubicado a las orillas del lago enorme, de aguas limpísimas, que da nombre a la localidad. Los pavos reales campan por sus respetos en los alrededores del edificio e incluso se encaraman a su techo (el lector de vista aguda podrá localizar a dos de ellos cómodamente instalados sobre el tejado en la imagen que incluyo a continuación).


En la iglesia del monasterio, el visitante se encuentra con la desagradable sorpresa de que algunas de las figuras de santos pintadas en las paredes tienen la zona de los ojos cubierta de blanco, como si una mano imprudente se hubiera tomado la libertad de dibujarles un antifaz. La tradición da dos explicaciones a semejante destrozo. La primera es la más fácil de creer: se dice que los fieles arrancaban los ojos de los santos para conservarlos como amuleto. La otra historia echa la culpa a los otomanos, a los que tantas ganas tienen siempre los habitantes de estas tierras de responsabilizar de lo peor. Según esta versión de los hechos, los turcos tapaban los ojos de los santos para que no fueran testigos de los desmanes que cometían en el templo. Ni que decir tiene que esta historia, que es la más inverosímil, es también la que más me gusta. Estoy completamente dispuesta a creer que los santos de la iglesia de San Naum, a diferencia de sus colegas de Topola, San Jorge y Santa Sofía, solo podrían contarnos lo que oyeron, porque tenían los ojos tapados.

Una última aclaración: la imagen del santo con los ojos pintados de blanco la he conseguido en Internet. Jamás habría osado usar mi cámara frente a pinturas que han sobrevivido a tantos avatares: los santos nunca podrán contar de mí que los he deslumbrado con mi flash.

Comentarios

  1. Siempre he admirado a los países, a las personas, capaces de respetar la riquezacreadora de los demás. ¡Cuánta destrucción, cuantas obras que se roban a la humanidad de forma descarnada, simplemente porque no se está de acuerdo con creencias, ideas, formas de sentir y de vivir! Me planteo cómo paralizar ese minuto en que se decide destruir, qué sensación de impotencia ante los hechos consumados!
    A pesar de todo hay belleza suficiente en los restos como para agradecer a la humanidad su conservación. ¡Quémaravilla el apunte de Leonardo! Un abrazo, Lola

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  2. Ese terrible instante que comentas, Lola, el previo a la destrucción de una obra de arte, lo vivimos todos con horror hace unos años, con la explosión de los impresionantes budas afganos como consecuencia de la intolerancia talibán. Recuerdo el impacto que nos causaron, a mí y a otras personas de mi entorno, las imágenes difundidas por televisión. Aquello me pareció el perfecto ejemplo de una paradoja incomprensible: la piedra que no es simple piedra porque en ella se aloja lo mejor del impulso creador del hombre, y los humanos que parecen haber perdido, precisamente, lo mejor que el ser humano posee.

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