EQUIPAJES
En este tiempo estival tan propicio a los viajes, no puedo evitar ponerme a reflexionar sobre el aparato material que es su inevitable compañero: maletas, bolsos, mochilas, fundas, neceseres; todo ese repertorio de objetos portátiles que englobamos bajo el nombre de “equipaje”. No es una cuestión banal. Ellos son el pedacito de nuestro universo privado que nos acompaña cuando damos tumbos por rincones del planeta moderada o extremadamente alejados de nuestra casa. Son la prolongación de la rutina diaria que desplegamos frente a nosotros al llegar a nuestro destino en ese ambiente provisional, desestabilizador, que son la habitación de hotel o el dormitorio de casa ajena. Ellos trazan un mágico puente hacia nuestra vida normal, esa que ha quedado abruptamente interrumpida por el salto a la aventura que todo viaje supone. Cuando los abrimos, dejan salir nuestra ropa, nuestros libros, nuestros instrumentos de aseo e incluso algún polizonte sin utilidad práctica inmediata pero sin el cual nos resulta impensable vagar por el mundo: esa foto que nos acompaña, ese muñequito absurdo que alguien nos regaló y que es tan fácil dejar colarse por un rincón de la maleta. Qué impresionante efecto, el del equipaje: al deshacerlo, se despliega en torno a nosotros el círculo confortable, protector, de los objetos conocidos.
En Los perros y los lobos, Irène Némirovsky traza la figura hosca y vigorosa de Ben, un muchacho miserable que medra gracias a su habilidad como viajante de comercio. La autora describe así su desasimiento, su facilidad para cambiar de lugar con un mínimo acompañamiento material: “En un instante, estaba en pie y listo, mientras los demás seguían buscando los billetes, juntando a los niños, llamando a sus amigos o poniéndole el collar al perro. Viajaba sin equipaje: cuanto necesitaba era un pijama viejo y un pedazo de jabón envuelto en una hoja de periódico, metidos en el fondo de la cartera”. Yo envidio a las personas que, como el protagonista de Némirovsky, tienen esa rápida disposición para la partida. Me parece el síntoma de un espíritu libre y valiente, preparado siempre para lo que está por venir. Creo, de hecho, que la forma en que configuramos nuestros equipajes es un claro reflejo de nuestra manera de afrontar la vida. Están el que viaja con la casa a cuestas y el que consigue en cambio meter en un espacio manejable todo lo que necesita e incluso alardea al final del viaje de la ropa limpia que no ha llegado a usar. Está el que olvida lo imprescindible y se convierte una molestia para sus compañeros porque va tomando prestado o buscando lo que le falta en almacenes y farmacias, y en su polo opuesto, el que ha hecho las maletas con la previsión de un militar afrontando una campaña y puede permitirse ir prestando prendas de abrigo, chubasqueros, gel de ducha y tiritas a los que le rodean. Está el que prepara el equipaje apresuradamente, un ratito antes de tomar el coche o de partir para el aeropuerto, y el que varios días antes del viaje ha hecho ya numerosas pruebas de distintos posibles acomodamientos en maletas y bolsos variados. Están el que lleva ropa para todas las situaciones climáticas posibles y el que apuesta por el buen o el mal tiempo a riesgo de no poder afrontar una lluvia, un frío o un calor inesperados. El que dobla las prendas escrupulosamente e introduce los objetos menudos en fundas de tamaños y formas variadas que se acoplan a los huecos en un perfecto ensamblaje, y el que lanza la ropa sin contemplaciones al interior de la maleta y se ve obligado luego a presionar su tapa al momento de cerrarla. Todos los tipos humanos se reflejan en esa retahíla de objetos que arrastramos por estaciones y aeropuertos: el prudente y el arriesgado, el improvisador y el metódico, el osado y el medroso, el preocupado y el feliz.
Yo, he de confesarlo, odio los equipajes. Es para mí la parte desagradable de una de las actividades más gratificantes de la vida. Varios días antes de partir, consulto incansablemente los partes meteorológicos del lugar de destino para al final, con pertinaz incongruencia, meter en la maleta prendas para todas las condiciones climáticas, desde el bañador hasta el anorak. Tengo elaboradas listas de cuanto necesito para diferentes tipos de viajes: estancia en la playa, viaje cultural, esquí. Cuando llega el temido momento de prepararlo todo, disemino los objetos y prendas necesarias por la habitación y correteo de un lado a otro, lista y lápiz en mano, metiendo cosas en la maleta mientras las tacho en el papel, con precisión de secretaria eficiente. A veces, terminada la tarea, la disposición me parece inadecuada y lo saco todo para volver a empezar. En esos momentos, soy la reina de los “¿y si…?” Y si llueve. Y si llega una ola de frío polar. Y si las playeras me hacen ampollas. Y si se rompen las sandalias. Y si se descuelga la correa del bolso. Y si me mareo en el autobús. Y si… Terminada la ardua labor, que nadie piense que se acaban mis preocupaciones. Entonces empieza la segunda parte de la pesadilla: mis equipajes pesan; es su característica más acusada. No se puede pretender introducir en una maleta el remedio para cualquier contingencia y que el resultado sea liviano. Arrastrar camino del aeropuerto ese seguro de vida que es mi maleta es una labor harto desagradable. Por eso decía antes que envidio a los personajes libres, dispuestos siempre a la partida, como el protagonista de Los perros y los lobos. Me parece que esa cualidad denota una actitud envidiable frente a la vida. Renuncio a reflexionar en estos momentos sobre qué actitud se desprende de mi manera de hacer equipajes.
Hacer un equipaje, deshacer un equipaje. Para mí implican una cierta desazón ambas acciones. El equipaje que llevas y el que -no sabes- traerás. Partimos y regresamos expectantes, a veces contentos, a veces decepcionados. Clasificamos y ordenamos nuestro equipaje al marchar, lo deshacemos parcialmente durante el viaje y, algunos, lo recolocamos precipitadamente a la vuelta, no sé si intentando "acelerar el olvido" como leí en alguna parte...
ResponderEliminarBeatriz, yo no envidio al personaje de Némirosvsky; prefiero llevar un equipaje más amplio, lleno de objetos pero también de afectos. Eso sí, me gustan los viajes provisionales, no los "definitivos"...
Un abrazo y hasta pronto. Choni.
Leyendo tu comentario, Choni, me he dado cuenta de que siempre asocio la idea del equipaje a la acción de prepararlo, nunca a la de deshacerlo. Y está claro que también en esa segunda parte del asunto presentamos todos ciertas peculiaridades en las que se refleja nuestra personalidad. Yo tardo mucho en deshacer el equipaje; soy de los que conservan la maleta varios días abierta pero sin vaciar del todo. Supongo que me da lástima terminar con ese último vestigio del viaje, y prefiero que la vuelta a la rutina se produzca de una forma progresiva, al mismo ritmo lento en que voy sacando de la maleta hoy la ropa y mañana las cosas de aseo y al día siguiente los cuadernos y libros. En cuanto a la idea de un "viaje definitivo", solo se me ocurre uno que pueda merecer tal nombre, y desde luego no me gusta en absoluto. Lo hermoso de los viajes es que son estados transitorios, y una de las cosas que más me gusta de ellos es volver.
ResponderEliminarCuando escribí el comentario asocié el término "definitivo" a un sentimiento indefinido de pérdida; no oía exactamente las mismas campanas de Juan Ramón Jiménez... Choni.
ResponderEliminarCreo, Choni, que cuando hablabas de "viaje definitivo", estabas entrando en el terreno de las nuevas etapas, de las mudanzas, de los traslados, de la vida cotidiana que empieza en un lugar diferente. Eso ya rebasa la categoría del simple viaje y entra en el terreno del desafío, de la aventura, de la renovación personal. Hace poco, hablando con una persona muy mayor sobre circunstancias nada agradables de mi vida y que comportan una pérdida importante, me sorprendió resumiéndolas de la siguiente forma: "Bueno, una nueva etapa". Su afirmación me dio mucho que pensar, sobre todo por venir de una persona con sus años. Qué maravilla, tener siempre la posibilidad de volver a empezar. Algo se pierde, algo se gana. Nunca tendrás sitio para nuevos libros en tu estantería si no te deshaces de alguno de los viejos. Buena suerte en tu aventura, en tu viaje, que esperemos no sea "definitivo".
ResponderEliminarMaletas...Es bonito comprobar que también tú, Bea, las deshaces poco a poco. Yo lo achaco a mi pereza sumada al agotamiento del viaje de vuelta. Puede que se deba a ese no querer volver del todo, conservar un poquito de tiempo más la brisa del mar y la alegría de los días felices en que todo queda en suspenso temporalmente. Feliz final de verano, Bea. Muchos besos.
ResponderEliminar¡Qué alegría tenerte de vuelta, Confidente fiel! Puedes creer que tu ausencia se ha notado mucho en este rinconcito. Es curioso que también coincidamos en nuestra manera de deshacer equipajes, igual que nos ocurre con tantas otras cosas. El equipaje de las estancias en la playa tiene un encanto añadido, que muchos considerarían molestia: la dificultad para eliminar esos granitos de arena que se quedan escondidos en los pliegues de la maleta, en los bolsillos, entre las páginas de los libros. ¿No es una maravilla abrir al cabo del tiempo un libro que nos acompañó a la playa y sentir cómo se deslizan esos restos de arena entre nuestros dedos? Feliz final de verano para ti también.
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