UN PASEO NOCTURNO
Hace casi cuatro años, viajé a una ciudad del sureste español para recoger un premio de novela corta que otorgaba el casino local en colaboración con el ayuntamiento. El viaje empezó bajo malos augurios, porque dio la casualidad de que estaba yo con un resfriado terrible y hasta arriba de medicación, y además se había dado la circunstancia de tener que conducir sin compañía y bajo la lluvia durante todo el trayecto. Aun así, afronté con más dignidad de la que me creía capaz de reunir los variados compromisos que se me habían preparado: una entrevista en la radio local, la entrega del premio y la cena posterior con los miembros del jurado. Y fue al final de la jornada, tras disolverse la reunión, cuando llegó el momento por el que ahora estoy recordando este episodio: el paseo nocturno por la ciudad.
Uno de mis anfitriones se ofreció a servirme de guía en compañía de su mujer. A esas alturas de la noche, habían pasado ya los peores momentos de mi resfriado, afonía y lagrimeo incluidos, así que acepté sin dudar. Las calles estaban desiertas –debía de ser un día laborable- y había cesado la lluvia que me había acompañado durante todo el día. Seguí a la pareja por el centro de la población, deteniéndome frente a las fachadas de los edificios históricos y escuchando las breves explicaciones que sobre ellos se me daban. Había algo de irreal en la escena: el suelo mojado, la iluminación que recortaba los edificios en medio de la oscuridad circundante, el resonar de nuestras pisadas en el silencio, y también –por qué no- la medicación, que me había sumido en un notorio estado de beatitud. La ciudad me pareció hermosísima. Recuerdo en especial las fachadas con blasones y una iglesia monumental que devoraba casi la plaza que le servía de emplazamiento. Y la ilusión de mis acompañantes. Nunca he conocido a gente más orgullosa de su ciudad; me hicieron ver el esfuerzo que había costado restaurar cada fachada, el cuidado con que se había rehabilitado el centro histórico, los problemas que habían surgido y cómo se habían superado. Guardo un recuerdo imborrable de aquel periplo nocturno.
Escribo hoy estas líneas porque la hermosa ciudad del sureste que visité aquella noche lluviosa era Lorca, y porque ayer se cumplió una semana del terremoto que el pasado día 11 se tragó inesperadamente vidas y esfuerzos, y dejó reducida tanta belleza atesorada a lo largo de los siglos al recuerdo de sus paseantes.
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