MI QUERIDO SEÑOR SCROOGE
Hay personajes literarios que rebasan su carácter de figuras de ficción y se instalan en nuestro entorno con naturalidad pasmosa. Es el caso del protagonista de Canción de Navidad de Charles Dickens. Yo lo conocí de niña, mucho antes de leer el libro, porque en mi familia se le mencionaba como si se tratase de un vecino o un amigo de toda la vida. Cuando alguien miraba la cuestión económica con un celo que nos parecía excesivo, siempre surgía el comentario: “Ya está aquí el señor Scrooge…” Luego leí la novela, y vi múltiples adaptaciones de la historia al cine o la televisión, pero aun así sigo refiriéndome a él como a un viejo conocido, cuando alguien –que muy bien puedo ser yo misma- araña los céntimos del bolsillo o hace un comentario malhumorado sobre la Navidad. Entonces surge, inevitable, el viejo chascarrillo familiar: “Scrooge, ya te tenemos aquí”.
Para la celebración del pasado Día del Libro en el instituto, utilizamos como hilo conductor los clásicos de la literatura infantil y juvenil. Las paredes se poblaron de capitanes Garfio, Alicias rodeadas de criaturas estrambóticas, efigies de John Silver con su pata de palo. Y, por supuesto, Scrooge, recibiendo a los fantasmas encargados de demostrarle que ha desaprovechado su vida pero que aún tiene tiempo de rectificar. Me encargué de sacar de la biblioteca todo el repertorio de clásicos de que disponemos para exponerlo y tentar a nuestros jóvenes lectores. No era exactamente lo que buscábamos, pero el efecto fue fulminante, y la primera tentada fui yo. Durante un tiempo me resistí esforzadamente (frente a Alicia, frente a Peter y Wendy, frente al feroz pirata Silver; fueron luchas enconadas, puedo asegurarlo) a volver a caer en las garras de cualquiera de ellos. Los lectores compulsivos probablemente me entiendan: llegada cierta edad, releer provoca una considerable dosis de angustia; es como robarles tiempo a los cientos, miles de libros que uno, necesariamente, no va a poder conocer en su limitada vida. Pero con Scrooge… ah, el viejo y querido Scrooge. Con él di finalmente la batalla por perdida, y aquí estoy, al cabo de los años, paseando de su mano de visión en visión, sufriendo sus sobresaltos y sus añoranzas, sonriéndome a escondidas cuando no puede verme, porque sus modales de viejo cascarrabias me divierten y enternecen.
Ebenezer Scrooge es un falso villano, un malvado encantador que nos hace reír cuando suelta sus exabruptos sobre la beatitud navideña y que, en cuanto se rasca un poco en su superficie, deja caer su coraza de patrón avariento y desnaturalizado como si estuviese fabricada de tiza, para revelar al muchacho desvalido que fue en tiempos y que, en el fondo de su corazón, continúa siendo. Qué tranquilizadora puede resultar la literatura; cuánto nos gustaría que los villanos de la vida real fueran así, y que tuvieran, además, motivos para haberse convertido en lo que son, motivos que nos hicieran comprenderlos, disculparlos y perderles el miedo.
En este reencuentro con mi viejo conocido, he descubierto una escena que no recordaba y que no me resisto a relatar aquí. Acaba de entrar en el dormitorio de Scrooge el espíritu de las Navidades Pasadas y le ha conducido a la fuerza a los paisajes de su infancia. Llevado por él, el viejo avaro se contempla a sí mismo de niño, sentado en un frío aposento del colegio, abstraído en la lectura, distrayendo la tristeza de ser el único alumno al que no han venido a recoger sus padres por Navidad. En esto, asoma por la ventana del aula un personaje de exóticas vestiduras, y el anciano Scrooge exclama, con emoción infantil: “¡Pero si es Alí Babá! ¡El viejo y querido Alí Babá!”. Y en torno a la figura del niño que lee, comienzan a encarnarse seres de ficción, Alí Babá y otros personajes de Las mil y una noches, Robinson Crusoe y su criado Viernes e incluso las criaturas no humanas que pueblan su isla. El viejo Scrooge se ve a sí mismo en aquella remota escena de su infancia, combatiendo la tristeza con las únicas armas que entonces conocía: los libros y su imaginación.
El pasaje me ha recordado una sugerente imagen del novelista, la que aparece en la acuarela titulada El sueño de Dickens, pintada en 1875 por Robert W. Buss. En ella vemos al escritor en su despacho, rodeado de estanterías atiborradas de libros y calzado con unas zapatillas que delatan el carácter íntimo y reposado del momento. Tiene los ojos cerrados, y de no ser por el título, el espectador no sabría si está durmiendo, descansando o en plena meditación. En torno a él y ocupando todo el espacio, salidos de una mágica cortina de humo, se arremolinan las figuras de los personajes a los que creó a lo largo de su vida de escritor.
Robert William Buss, que fue despedido por los editores de Dickens porque su trabajo como ilustrador no les pareció satisfactorio, supo dar la imagen más hermosa posible del gran novelista. No pudo dar su trabajo por terminado porque la muerte se lo impidió. Tampoco Dickens llegó a verlo: llevaba ya un tiempo habitando en otros derroteros, quizá charlando amistosamente con el señor Pickwick, con el pequeño Oliver Twist, con el malhumorado y entrañable señor Scrooge.
Qué casualidad, al abrir esta entrada, descubrir todo ese mundo que tanto nos resistimos a perder. Ahora mismo, mi hija y mis sobrinos están juntos en otra habitación, en completo silencio, viendo una película que también habla del amor, del tiempo pasado y perdido, de fantasmas: "Casper". Todas las navidades vemos alguna versión distinta de "Cuento de Navidad", pero yo la releo en cualquier época del año. Y creo que voy a repetir cuando termine "Cumbres borrascosas". El cartel del instituto me ha atrapado a mí también y no me resistiré más.
ResponderEliminarTodos los años, cuando elaboro los carteles del Día del Libro y los coloco en paredes, puertas y corchos del instituto, me asalta el desalentador pensamiento de que tal vez nadie se vaya a detener a mirarlos. A veces, tengo la suerte de sorprender a un alumno o profesor parado delante de alguno, leyéndolo. A otros no llego a veros; por eso agradezco mucho los comentarios como el que me acabas de dejar. Me ha traído, además, a la memoria una anécdota en la que no pensaba hacía tiempo. Hace dos o tres cursos, una mano misteriosa se encargaba de quitar sistemáticamente los carteles que yo pegaba en la puerta de la biblioteca para anunciar actividades o exposiciones. Era alguien que operaba con sumo cuidado, porque nunca dejaba restos de papel ni de celo, y que además no tocaba ningún otro cartel, de pasillos ni corchos: solamente el de aquella puerta. Entonces yo sustituía el cartel y ponía otro idéntico que permanecía en su lugar sin problemas de ningún tipo hasta que yo misma lo quitaba. La situación se repitió una y otra vez, y yo lo achacaba al dudoso sentido del humor de algún alumno empeñado en darme trabajo extra. Un día lo comenté con un compañero y este me dio una explicación que me gustó mucho: tal vez era alguien que robaba los carteles porque le gustaban los diseños y quería conservarlos. "Como cuando yo de joven robaba los anuncios de conciertos de mis cantantes favoritos", añadió. Esta solución al enigma me agradó tanto que decidí creérmela. Es más: no me ha vuelto a ocurrir, y casi echo de menos al concienzudo ladronzuelo que con tanto esmero despojaba de adornos una y otra vez la puerta de la biblioteca.
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