LA HORA BRUJA
Los fotógrafos llaman “hora azul”, “hora mágica” o incluso “hora dorada” a los instantes previos a la salida del sol o a su puesta, y los consideran un momento privilegiado para mirar el mundo a través de su objetivo. Hace años, oí a un célebre fotógrafo de cine referirse a esa parte del día como “la hora bruja”, que es una denominación que me gusta especialmente. Cuando viajo en coche, sobre todo, me encanta ese momento de la tarde en que la luz adquiere un tono cálido y, de pronto, la belleza de las cosas se hace más evidente, como si quedaran realzadas por un barniz dorado que las suaviza y destaca a la vez. En esos instantes, siempre lanzo la misma exclamación gozosa: “¡La hora bruja!”, y me lanzo a observar el paisaje por la ventanilla, con los ojos de par en par. Los que han viajado mucho conmigo ya se han acostumbrado. El espectáculo dura muy poco, y cuando uno quiere darse cuenta, ya las sombras se han instalado alrededor, cubriendo el mundo con sus tonalidades mates, mortecinas. Por eso hay que aprovechar muy bien esa hora bruja que en realidad tiene escasos minutos de vida. No hay paisaje que no se vuelva hermoso bajo su mágico influjo.
En el año 1884, el joven John Singer Sargent estaba en el jardín de la casa de unos amigos cuando ante él se desarrolló una maravillosa escena: rodeadas por un marco de lirios blancos y rosales en flor, dos niñas encendían sus linternas chinas mientras la luz del día se iba apagando. Sargent concibió así su más ambicioso proyecto: iba a captar en el lienzo ese momento fugaz en que la luz del sol y la luz artificial se mantienen en un precario equilibrio, segundos antes de que la primera se extinga y la segunda pase a instalarse definitivamente con el fin de contrarrestar la oscuridad. Para lograrlo, debía pintar del natural todos los días durante el breve rato en que se producía ese milagro lumínico. Un par de minutos, cinco como máximo. Iba a tardar mucho en realizar su obra; aquel cuadro se planteaba como un auténtico reto. A Sargent no le importó, y afrontó con energía la realización de la que sería su pintura más conocida. Toda la comunidad que lo rodeaba (formada en su mayoría por artistas) siguió con interés y curiosidad el proyecto. No fue fácil: hubo que sustituir a las modelos elegidas en un principio por otras de más edad capaces de repetir a diario la misma pose; cuando terminó el mes de agosto en que se inició el cuadro y llegaron los rigores del otoño, las niñas posaban con sus encantadores vestidos blancos encima de unos larguísimos jerseys que las cubrían casi enteras; las rosas se estropearon y hubo que sustituirlas por otras artificiales. El ritual se repitió día tras día, indefectiblemente, durante meses: a la puesta de sol, aquel grupo humano interrumpía su actividad unos minutos para ver a John Singer Sargent pintando a las dos niñas que sostenían sus farolillos de papel en la última luz diurna. Nunca el pintor se obsesionó tanto con una obra, tomó más apuntes, elaboró más bocetos. El resultado cuelga en la actualidad de uno de los muros de la Tate Gallery en Londres. Recuerdo cuando vi el cuadro por primera vez: era yo muy joven, y una amiga de mi misma edad, pero mucho más conocedora que yo de los secretos de la gran urbe, me llevó a ver el museo. Al entrar en una de las salas, exclamó con emoción: Este es un cuadro que me encanta. Entonces lo vi. “Carnation, Lily, Lily, Rose”. Un resplandor, atrapado en un lienzo. Verdaderamente, la hora bruja.
Hace bastantes años yo era muy aficionada a salir al campo con mi bicicleta. Recorría caminos y veredas sin rumbo fijo hasta que me cansaba y volvía. Casi siempre pasaba aquellos ratos con mis queridos amigos mellizos, que se turnaban para acompañarme. Los tres coincidíamos en una cosa: el mejor momento en el campo son los minutos de transición del día a la noche. Parece que todos los sonidos y todos los olores se mezclan y se concentran, en una gran coctelera de luz. Cuando florece la retama siempre revivo aquellos buenos ratos de los atardeceres de primavera y verano ya pasados, pero siempre presentes. Más de un día volvimos ya de noche cerrada, pero más felices que los pajaritos que se escapan de su jaula. Es maravilloso que alguien tenga el talento de captar un momento tan intangible y tan mágico en un cuadro.
ResponderEliminarTu comentario me ha hecho revivir uno de los momentos más queridos de mi infancia: los paseos nocturnos a la vuelta del cine de verano, en la playa. Yo era entonces muy pequeña y no me dejaban quedarme a la segunda película de la sesión doble, que terminaba de madrugada, pero aun así el regreso se producía en medio de la noche cerrada, por una carretera muy oscura flanqueada de adelfas. Nunca olvidaré el brillo de las estrellas en el cielo despejado, el olor de las flores y el canto de los grillos. Ya no hay noches como aquellas. Las sensaciones de la infancia tienen una calidad especial, que uno se esfuerza por recuperar, sin éxito, en la vida adulta.
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