DOS VECES GOYA
Hace unos días estaba yo dedicada a la agradable tarea de husmear por los estantes de una biblioteca pública (es un placer que me concedo a menudo) cuando me encontré con un libro que llevaba tiempo queriendo leer. Al sacarlo de su sitio me sorprendió la imagen de la portada; en un principio lo achaqué a que encontrar un cuadro de Goya en la tapa de una novela norteamericana contemporánea no es lo más esperable. No me convenció mucho mi explicación pero no le di más vueltas, hasta que al cabo de unos días, al sacar otro libro de mi propia estantería para prestárselo a una amiga, comprendí la auténtica razón de mi sorpresa: era la segunda vez en menos de un mes que caía en mis manos un libro con un cuadro de Goya en la portada. El primero había sido Amor perdurable, de Ian McEwan, que había releído para el club de lectores y que ahora me disponía a prestar; el segundo era el que había sacado de la biblioteca pública unos días atrás, Tombuctú, de Paul Auster. Las dos novelas están editadas por Anagrama en su colección Compactos.
La primera vez que leí Amor perdurable me fijé poco en la imagen de la portada. Un globo, qué otra cosa mejor. Como ya he comentado en una entrada reciente de este blog, la novela de Ian McEwan comienza con una de esas escenas que se clavan en la memoria del lector y desafían el paso del tiempo y los recuerdos acumulados de lecturas posteriores: un globo aerostático descontrolado a bordo del que viajan dos personas irrumpe en el cielo que cubre una plácida merienda campestre de los protagonistas y se erige en una especie de deidad que modifica el destino de aquellos que acuden al rescate. La portada de mi edición presenta una imagen de un globo antiguo, pintado con colores vivos pero algo borrosos, como si se tratara del detalle de una obra mucho mayor. Y lo es, en efecto. No lo reconocí la primera vez que leí la novela; fue durante la relectura cuando me fijé en el pequeño cartelito interior que señalaba que la imagen de portada era un fragmento de El globo aerostático, de Francisco de Goya.
El globo aerostático es uno de los cuadros menos conocidos de Goya, tal vez porque su autoría es más que dudosa. Representa un globo que surca un cielo de briosos nubarrones, por encima de un paisaje abrupto en el que sucede una escena enigmática: ¿Viajeros a caballo? ¿Una cacería? ¿Un escaramuza entre bandidos? ¿El enfrentamiento de dos ejércitos rivales? Imposible saberlo, con la escasa resolución de las imágenes que he hallado en Internet. En cualquier caso, me gusta la incertidumbre sobre el tema y el dinamismo de ese cielo pintado a chafarrinones, sobre el que se desplaza, altivo y saliéndose casi del cuadro, el artefacto volador.
Ya cuando lo vi por primera vez de niña, me conmovió ese perrillo que asoma la cabeza por encima de una ladera de color terroso y que alza los ojos en un gesto de súplica o de angustia. Otro cuadro enigmático, no como en el caso anterior por la proliferación de detalles que resultan difíciles de interpretar, sino por su extrema simplicidad: una masa oscura, una cabecita que asoma o se hunde y el inmenso vacío ocre por encima de ella; bastan esos tres elementos para expresar toda la desolación de las criaturas que habitamos este mundo, la del propio Goya, la de los espectadores del cuadro, la del perro que aparece en él, y en definitiva la del Mr. Bones de Auster, empeñado en su vana búsqueda de un nuevo dueño que otorgue sentido a su vida de perro fiel.
Esta reflexión sobre portadas me ha traído a la mente otros libros que también albergan en su cubierta imágenes muy queridas para mí; algunos los he adquirido precisamente porque la presencia de esa imagen suponía un remate feliz para historias y palabras que me son, también, muy queridas. Hay conjunciones felices, en ciertas propuestas editoriales. Pero de ello hablaré más adelante. Como dijo el genial Michael Ende, “pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión”.
Leyendo esta maravilla me ha venido inmediatamente a la memoria la portada de mi releído Diario de Ana Frank. Esa foto en blanco y negro que muestra una niña contenta, dispuesta, aseada y bien sentada en su pupitre. Con el pelo recogido para poder inclinarse sobre la tarea. Mira a la cámara sonriente, con toda su inocencia y sus ilusiones intactas. Ahora, gracias a ti, Beatriz, estoy mirando de nuevo esta foto. Ana Frank, en su terrible encierro, no paraba de estudiar, de leer, de imaginar el mundo. Esperaba con desesperada ilusión ese momento en que sus amigos, con riesgo de su vida, le hicieran llegar los libros, las publicaciones, los cromos, las noticias. Asomarse al mundo desde su encierro. Vivir en la calle y no poder ver el mundo, porque no te dejan, como la niña afgana. Paradójicas formas de crueldad que vienen a ser distintos colores con los que se viste el horror. Pero cuanta esperanza irradia el ser humano, por difícil que se lo pongan, por difícil que se lo ponga a sí mismo. Loli
ResponderEliminarLoli, tu alusión a la esperanza consustancial al ser humano me ha traído a la cabeza unos versos de Emily Dickinson: "La esperanza es esa cosa con plumas que se posa en el alma y canta una melodía sin palabras que nunca cesa". Todos llevamos en lo más profundo uno de esos pájaros que canta sin parar, por más que la crudeza de la vida intente acallarlo. Algunos, como el de Ana Frank, quedan detenidos en el tiempo, en ese rostro que será para siempre el de una niña. Por cierto: yo también tengo un ejemplar desgastado del célebre “Diario”. Creo que todos lo están.
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